Por: Rolando Cordera
Ahora que todos queremos un debate sobre el petróleo, y que el gobierno descubrió la sabia virtud de conocer el tiempo, habrá que insistir en el carácter constitucional de la cuestión petrolera y en que gobierno, opositores, exégetas y vendedores llamen a las cosas por su nombre. Lo que traemos entre manos no sólo es el futuro de la democracia, amenazada por el odio fomentado por la extrema derecha en la televisión y la radio. Las definiciones sobre el uso del petróleo, y no sólo su elevada renta actual, marcarán el perfil y la calidad del desarrollo nacional por muchos años, y es desde esa plataforma que hay que tratar de diseñar la agenda, los criterios de evaluación, las alternativas que se pongan sobre la mesa o podamos inventar al calor del debate. Como haya sido este episodio, caro sin duda para la convivencia política, el debate todavía puede articular un diálogo nacional sin sombrerazos ni crispación, y a eso hay que apostarle. Que la adulteración grotesca del lenguaje quede ahí, recluida en los salones de esta curiosa oligarquía llena de odio de clase pero sin inspiración histórica y cultural alguna. Ellos sí que se han vuelto un peligro para México.
El debate tendrá muchos y encontrados vectores. El primero nos remite al papel del Estado y el capital privado. Nunca resuelto en realidad, fue puesto a dormir por décadas gracias a la economía mixta del Estado posrevolucionario, y ahora resucitó con la “revolución de los ricos” y su absurda pretensión de pensamiento único.
La fórmula de la economía mixta se aplicó con éxito al desarrollo petrolero nacional, pero siempre estuvo amenazada en su legitimidad por el abuso burocrático, la avidez contratista y la corrupción. Se puede rehabilitar la combinatoria, pero los convencidos de que el Estado es malo no quedarán contentos, aun si les toca algún premio en el nuevo reparto. No hay en esto solución final, incluso en la hipótesis extrema de un golpe de mano y fuerza a la Mossadegh: la historia reciente del petróleo es la de una aplicación libérrima del “principio de reversión” expuesto por nuestros clásicos constitucionalistas y glosado y desarrollado por Arnaldo Córdova en nuestros días. El debate seguirá porque apunta a la médula de la economía política del capitalismo, aquí y ahora, en China y Rusia. Lo que sí se puede es dejar atrás el cerrojo mental del fundamentalismo del mercado y evitar recaer en la imaginería estatólatra: lo que está en juego es la (re) definición del curso nacional, en el que caben muchas alternativas productivas y de distribución del excedente. De amplia y rentable participación empresarial, igual que de extensa redistribución social y creación de capacidades productivas. Irse por la fácil de la maximización inmediata de la renta, de la maquila y el contratismo, es desperdiciar una riqueza real, reproducible. Es renunciar al desarrollo (capitalista), para volver al pantano de los compradores y hacendados financieros.
Lo que está por decidirse es el alcance, función y gobierno de Pemex, en una perspectiva acuciante: una transición energética rodeada por las evidencias y reclamos del cambio climático, que imponen una atención prioritaria a las fuentes alternas y el cuidado sistemático del entorno. Lo que esto implica para el presupuesto y los impuestos, para la organización de un auténtico sector energético del que carecemos, etcétera, no puede exagerarse: involucra la cadena productiva, tecnológica, del gusto y las preferencias, que articula la vida social y las mentalidades nacionales.
Agotados antes de arrancar, esperemos que el debate ilumine angustias y acote la prisa y la avidez privantes. Lo que de entrada debe desterrarse es la simplificación demagógica del tipo: “con la reforma, con la participación privada en refinerías, con el acompañamiento trasnacional y hasta cubano en aguas profundas, haremos hospitales, escuelas y todos iremos a la playa”. Eso es pueril e irrespetuoso, e indigno de cualquier escuela de economía política. Renunciar hoy a la posibilidad de una industria petrolera integrada es renunciar a ampliar y usar su creciente valor agregado para fines generales y resignarnos al uso y abuso de la renta primaria, cuyos portentosos sobrantes de estos años no nos dieron más bienestar ni más industria sino más vergüenza ante tanto desperdicio.
Abrir la refinación, como lo propone la iniciativa, es privatizar sin más, pero sobre todo contribuir a una dilapidación mayor, suicida. No es por ahí por donde se va a robustecer y diversificar nuestra capacidad productiva, que es lo que urge.