Por: Rolando Cordera Campos
Los resultados de la “operación tesoro” no han sido los esperados por quienes la diseñaron y pusieron en práctica. Sus socios-asociados para una futura sociedad tampoco se vieron muy duchos, y la defensa de las propuestas presidenciales quedó en manos de funcionarios y colaboradores del gobierno, junto con oficiosos mandarines que echaron su cuarto a espadas en los medios informativos pero conmovieron a pocos, la mayoría de los cuales estaban previamente convencidos.
El debate, conseguido a un alto costo mediático y, si se quiere, político, por el Movimiento en Defensa del Petróleo y el Frente Amplio Progresista, amplió el campo de interés de la ciudadanía en asuntos fundamentales, pero es claro que como ejercicio pedagógico ha encontrado sus límites. Años sin reflexión pública detallada y consistente, y de lecciones crueles sobre el alcance de una deliberación que vaya más allá de los burladeros de las comisiones y el pleno del Congreso, han hecho mella en una ciudadanía novicia que, sin embargo, se hizo sentir de varias y desiguales maneras, sin duda alentadoras, en estas jornadas.
El desprecio, ahora sistemático, a las posibilidades de la sociedad de decidir en conciencia sobre lo que quiere, de participar en una consulta para fijar objetivos generales a la política del Estado o de hacer sentir su opinión en quienes al final tienen la responsabilidad de decidir sobre los asuntos públicos, no sólo revela las limitaciones intelectuales y la insensibilidad política de quienes así piensan y actúan, sino advierte sobre la penuria grave en imaginación y reflejos políticos que sufre buena parte del cuerpo político nacional; en condiciones de escasa normalidad o, lo más grave, de emergencia.
No es éste, sin embargo, un problema que afecte sólo a los defensores del Presidente y sus poco felices iniciativas. La enorme distancia entre política, políticos y sociedad, afecta a todos, pero en especial a los partidos políticos y los medios de comunicación, actores principales de este drama político en trance de volverse tragedia, a que nos ha llevado la estrategia adoptada por los grupos dominantes desde 2005, año de desgracia de la intentona del desafuero de López Obrador.
Mientras esta infausta estrategia se desplegaba, emergió una vasta movilización social dispuesta a hacer verano y a no disolverse en la decepción y el rencor; convencida de que puede volverse fuerza política y de poder y alcance nacional. Se trata, a pesar de sus despropósitos, de la coalición Por el Bien de Todos, extendida al Frente Amplio Progresista, pero sobre todo de los dinámicos movimientos sociales, empecinados en ser también ciudadanos, articulados por las iniciativas de AMLO y los suyos pero no inventados ni azuzados por ellos.
Reconocer que se está frente a una convulsión amplia y novedosa, por su dinámica, discurso y densidad, debería ser motivo de principal ocupación por parte de la dirigencia política nacional, pero no lo ha sido. La derecha gobernante en particular, con su aparente desenfado, ha hecho evidente su flaqueza como entidad conductora capaz de ir más allá de la transición.
En un principio, la ocupación y preocupación de los grupos que desde el 2000 presumen de gobernar el Estado y conducir a la sociedad a una modernización nunca definida fue negar la existencia de dicha movilización. Ahora su afán es desnaturalizarla o cooptarla, por la vía de la satanización, la amenaza y la confusión generalizada, para aislarla y reducirla.
No lo han logrado, ni parecen cerca de ello. Lo que sí han conseguido es profundizar las grietas sociales y políticas provocadas por el cambio estructural y las crisis de fin de siglo, y crear una especie de tierra de nadie en el flanco de la conversación entre las fuerzas políticas y sociales que es condición para que las democracias funcionen, sobre todo en tiempos difíciles.
Ni el gobierno ni los grupos dominantes en la economía, en especial los que controlan la comunicación social, se han mostrado dispuestos a asumir esta circunstancia y a propiciar un giro en su política que, en realidad, tendría que ser un gran reacomodo de alianzas y visiones en el Estado, para no dar al traste con lo que de estabilidad y paz social nos queda. De aquí el vacío que acompaña su discurso cotidiano, y la orfandad de ideas que rodea a sus voceros y operadores.
La importación más reciente de tecnología ibérica, alojada por el PAN en su asesoría principal en el Congreso (Reforma, 18/6/08, p.10), no hace sino confirmar este vacío y esta orfandad. Esperemos que el sucesor del inefable Antonio Solá no lleve al partido de Gómez Morín a quemar sus naves, pero en un golfo de triste irrealidad.