Por: José Antonio Rojas Nieto
Sí, es necesario un debate nacional. Es imprescindible. Y no me refiero –por cierto– a la caricatura del pasado domingo. Sí, en cambio, al que debe darse en torno a un punto central que, al menos desde hace 35 años, he escuchado de mis maestros, mis compañeros y ahora de mis alumnos, en la Facultad de Economía de la UNAM. Incluso –yendo un poquito más lejos– de una u otra manera lo escuché desde finales de los sesenta de varios maestros de economía del Tecnológico de Monterrey, en aquellos años en que todos los lunes veía llegar al campus Monterrey, a don Eugenio Garza Sada, a reunirse con el rector Fernando García Roel, y en los que se demandaba una apertura que no se dio. En este caso me refiero a profesores notables como Giorgo Berni, Jean Pierre Vielle, Hermann Von Bertrab, entre otros del Departamento de Economía del Tec de entonces. Y en el caso de la UNAM a profesores muy importantes –permanentes o visitantes– como Jean Pierre Angelier, Carlo Benetti, Orlando Caputo, Juan Castaingts, Emilio Caballero, Lilia Domínguez, Theotonio Dos Santos, Pío García, Eduardo González, Raúl González, Arturo Huerta, Rogelio Huerta, Edith Klimovsky, Pedro López, Ruy Mauro Marini, Jean Marie Martin, María Luisa de Mateo, Pedro Paz, Jaime Puyana, Carlos Toranzo, José Valenzuela, Ángel de la Vega, entre otros muy pero muy queridos y admirados, de la División de Posgrado de mi amada Facultad.
¿Pero a qué punto central me refiero? ¡Me explicaron mis profesores! Se produce un bien. Depende directamente de un recurso natural, siempre supuesto el uso de la mejor técnica. Pero la fertilidad y la ubicación son determinantes. Por eso se comercializa a nivel mundial. Es una de las llamadas commodities, también siempre sujetas a una especulación intensísima. Hay productores –digamos países– que tienen condiciones excepcionales. Sus costos individuales son menores –a veces muy pero muy menores– ya no sólo respecto del promedio mundial (en este caso sólo dato de referencia), sino del productor con condiciones menos favorables –el marginal– cuya producción es exigida por el nivel de la demanda.
Por eso, precisamente, el marginal cambia conforme cambia la demanda. Más allá de lo que oscurecen los precios de mercado. ¿Qué debe hacer, entonces, el país con ese diferencial de costos cuando –una vez establecida la propiedad privada o pública del recurso– logra apropiarse de él? ¿Cuál diferencial? El que resulta de la lejanía de su costo con el del marginal, el costo marcador del momento. Los clásicos (Malthus, Smith, David Ricardo) y el mismo Marx lo llamaron renta diferencial. Y lo distinguieron –asunto básico para identificar límites y posibilidades de este recurso– de otros excedentes que surgen en la producción y que logran recogerse en el mercado: la ganancia industrial, la ganancia comercial, la ganancia bancaria, incuso la que algunos llaman ganancia tecnológica, entre otras, incluida la ganancia especulativa. Todas ellas –por cierto y reiterando un poco– fruto de una pugna a veces muy pero muy violenta, en la medida que están limitadas al excedente creado por el trabajo productivo, asunto que la economía dominante –la del neoliberalismo– pretende negar o, al menos, ignorar o diluir.
¿Qué bienes están en estas condiciones? Granos básicos, es decir, arroz, frijol, maíz y trigo y todos los demás productos agrícolas, incluido el preciadísimo café. Productos pecuarios, muchos de ellos –como sabemos –vinculados a pastizales que permiten carne y leche de primera calidad. Productos silvícolas como maderas preciosas o maderas básicas, en ocasiones fruto de estándares de productividad elevadísimos. Productos de la pesca, entre los que sobresalen el atún, el bacalao, la sardina, el salmón y millones más como me explicó Marco Rascón. Productos mineros, como el hierro básico, el uranio, el zinc, pero también metales preciosos como la plata y el oro. Y, sin duda –para sólo dar un último ejemplo– todos los de industrias extractivas energéticas como la del petróleo, del que hoy se exigen volúmenes diarios cercanos a los 90 millones de barriles y 100 millones en unos años más.
En cierto sentido, el carácter limitado de las reservas de estos recursos implica la explotación de los más fértiles o mejor ubicados primero, y de los menos fértiles o peor ubicados después. El orden de explotación lo va determinando el nivel de la demanda. Claro que la geopolítica también. Pero, simplificando diremos que más requerimientos del bien exigen la explotación de recursos menos fértiles o de ubicación menos favorable. Así y salvo descubrimientos extraordinarios o cambios técnicos notables, lo que llamé costo marcador tiende a elevarse. Y en consecuencia, la renta diferencial también, siempre y cuando el costo individual baje o no se eleve. O, si se eleva, lo haga en menor proporción que el marcador. En el caso del petróleo y del gas natural tradicional –para no señalar otros ejemplos como podría llegar a ser el del llamado shale gas– y al menos desde mediados de los años 70, México ha tenido costos menores que los marcadores. Eso ha permitido la apropiación –en este caso pública por las definiciones del 27 constitucional– de los excedentes petroleros, entre ellos la renta diferencial.
Muchos años –al menos hasta principios de los años noventa– parte de esa renta se regaló a los consumidores de petrolíferos. También se utilizó para sostener procesos de refinación y petroquímica con estándares de productividad inferiores a los que exigiría –por ejemplo– la recepción de insumos a precios internacionales. Desde principios de los 90, esa renta y los demás componentes del excedente, se han utilizado para detener la participación de los impuestos en el PIB: nunca más de 11 y, de ordinario, 10 o abajo de 10 por ciento. Y con ello, beneficiar a sectores importantes de los patrones, con ámbitos sin impuestos.
¿Ejemplos? Grandes transacciones comerciales. Cambios de propiedad. Grandes herencias. Grandes patrimonios. Grandes rendimientos bursátiles. Aquí, entonces y ya para concluir, el punto del debate. ¿Debe la Nación conservar la propiedad originaria de recursos naturales, como lo ordena un 27 constitucional cada vez más debilitado? Y si ese es el caso, ¿qué uso debe darse a los excedentes –entre ellos la renta petrolera– derivados de mayor fertilidad y mejor ubicación?
Y, en el caso de recursos concesionados, ¿qué nivel de participación debe tener el Estado en esos excedentes? Es un punto muy simple. Pero muy importante. No se ha escuchado a ningún candidato a la presidencia pronunciarse explícitamente sobre ello. Por mínima honestidad no sólo intelectual, sino social frente a la población, deben decir qué quieren hacer a este respecto. El asunto es fundamental. Sin duda.
NB Para mi estudiante Héctor León Rojas que por fortuna volvió a vivir. Lo mejor para él y su familia.
antoniorn@economia.unam.mx
Publicado en La Jornada, 13 mayo 2012