Por: Arnaldo Córdova
Desde los tiempos del presidente Carranza, todos aquellos que colaboraron en la elaboración de nuestra rica legislación petrolera hasta los años del cardenismo, siempre pensaron en hacer efectiva, de un modo u otro, la doctrina constitucional de la propiedad nacional del subsuelo. A casi todos ellos les vino a la mente la necesidad de, un día, fundar una empresa petrolera que fuera del Estado revolucionario y que pudiera, no obstante el dominio abrumador de las empresas extranjeras en la industria, presentarse como competidora eficaz en la explotación de nuestros hidrocarburos. Abundan las sugerencias y hasta los proyectos claros. Durante el breve periodo presidencial de Pascual Ortiz Rubio, finalmente, cuajó la idea de crear esa empresa nacional. Se llamó Petromex. Con Cárdenas se convirtió en Pemex. La idea que la informó era que sería una empresa que contrataría con el Estado la concesión para explotar hidrocarburos en el subsuelo. Se trataría de algo así como un ente separado, aunque público, del Estado. Esta empresa recibiría una concesión y contrataría con el Estado el uso de la superficie bajo la que se ubicaran los yacimientos dados en explotación. Ella debería pagar por ambos derechos. Ya para fines de los veinte, México consumía el 40 por ciento de su producción petrolera, aunque ésta había disminuido notablemente. En ese momento eran ya una legión quienes pensaban que se debía expropiar la industria. Siempre me ha sorprendido que todos hayan pensado que para explotar el recurso se debiera crear una empresa nacional. ¿Por qué no pensaron en fundar una entidad pública, integrante del Estado (una Secretaría del Petróleo, por ejemplo), que se encargara de ello? Hubo quienes lo pensaron y lo dejaron por escrito. Creo que fue obra de nuestros fiscalistas (abogados todos) y de nuestros políticos: la industria era una mina excepcional de recursos para el Estado. El Estado, se decía entonces, no puede gravarse a sí mismo. Cárdenas lo sabía muy bien y era por eso que hacía hincapié en el formidable papel como palanca del desarrollo del país de nuestra industria petrolera. Pemex sería el instrumento ideal para el propósito: una empresa y, como tal, un causante, y en triple banda: pagaría por la concesión del subsuelo, por el uso de la superficie y además reportaría su ingreso al fisco. Pemex se volvió un instrumento esencial de la política financiera del Estado. Luego, apareció algo incomprensible: Pemex con una doble cara. Una, fue el ente encargado de extraer los hidrocarburos y comercializarlos para el Estado (por ello se le comenzaron a cobrar lo que simplemente se llama “derechos” y que es un 74 por ciento de su ingreso bruto total); otra, siguió siendo una compañía que debía pagar impuestos como cualquier privado. Esta historia me ha hecho pensar que cualquier reforma energética debería comenzar por definir qué clase de empresa nacional queremos y necesitamos. Pemex, para mí, debería ser algo parecido al Eni (Ente Nazionale Idrocarburi) italiano, pero no lo mismo. Debería ser un organismo descentralizado (por lo tanto, autónomo y autogestivo) cuya misión sería encargarse de explotar, en los términos del 27, los hidrocarburos. Hablando de derechos reales, éstos deberían calcularse con base en el usufructo del subsuelo y en el uso de la superficie y distribuirse entre el Estado (Federación, estados y municipios) y el propio organismo descentralizado. Ninguno de esos derechos debería cobrarse a Pemex en una proporción mayor de la que se aplica a los privados por el usufructo del subsuelo y el uso de la superficie. Hablando de producción y comercializacion, Pemex debería pagar impuestos. Para decirlo en breve: la reforma energética no debe enfocarse en ver adónde va a dar el botín, sino, esencial y totalmente, en saber qué clase de empresa nacional queremos. Ello va a requerir, tarde o temprano, de reformas al 27, porque hay que hacer de Pemex un sujeto constitucional. Creo que deberíamos pensar en una empresa como ente público; no podría ser una empresa, como las privadas, independiente del Estado y de su política de desarrollo nacional. Pemex debe concebirse como parte del Estado y sujeta a decisiones políticas. Sólo debe tener su propia administración y el Estado debe velar por su desarrollo integral. La compañía nacional debe estar puesta al servicio del desarrollo del país y dejar de ser saqueada por el fisco. Su relación con la empresa privada debe ser amplia, pero regida por el interés público. Pemex debe recurrir a los privados cuando necesite de sus servicios, pero debe sostenerse con sus propios recursos. Si queremos hablar de reforma, hay que hablar del derecho constitucional contenido en los artículos 25, 26, 27 y 28 de la Carta Magna. Lo demás son parámetros que aquí no sirven para maldita la cosa. Ni tampoco haremos reforma alguna que se base sólo en modificar leyes secundarias que, por lo general, van a chocar con la Constitución y, al final, abolirla. Hay que desconfiar de quienes pretenden llevar a cabo reformas tan sólo de las leyes, porque en derecho constitucional es bien sabido que no puede plantearse reforma alguna a ninguna ley que no tenga su fundamento en la Carta Magna. El que lo proponga, de entrada, está proponiendo violar la Constitución, lo que no debe permitirse. Ni los panistas ni los priístas están pensando en nuestra empresa nacional. En lo que ellos piensan es en mantener a Pemex, como alguna vez le oí decir a Carlos Tello, como un instrumento cautivo de las finanzas públicas, como la famosa caja chica destinada a cubrir el gasto corriente del Estado. Eso, sin mencionar la colosal corrupción (la sindical incluida) de que ha sido víctima inerte. Ya Carstens lo escupió: ¡aguas!, si no hay reforma energética, vamos a aumentar los impuestos, a achicar el presupuesto y a eliminar partidas innecesarias (como el gasto social). A eso se reduce su concepción de la reforma energética. Con la agravante de que, inversiones mediando, proponen compartir el botín con los privados, nacionales y extranjeros. ¿Dinero para Pemex? Por supuesto, el que aporten los privados invitados, por lo que habrá que recompensarlos adecuadamente. ¿No suena eso al más elevado patriotismo y al sumo bien de México?