Tocaría a la sociedad, y no a la clase política, proponer y lograr la transformación institucional de los principales operadores públicos de la energía en el país.
Por SERGIO BENITO OSORIO:
Después del vendaval electoral, se abre un periodo de reflexión no sólo para el candidato ganador sino también para los partidos que tendrán una representación parlamentaria fundamental. Es el momento de definir el programa de gobierno, de trazar la ruta que permita hacer viables las principales propuestas de quien gobernará México los próximos seis años, lo que implica hacer esencialmente un ejercicio de consenso porque la representación en el Congreso seguirá teniendo un equilibrio ineludible de tres participantes.
Dentro de los temas centrales de la agenda del próximo gobierno está, sin duda, Petróleos Mexicanos: el mayor organismo económico e industrial del país; cuyo modelo institucional es, desde hace bastante tiempo, un problema que impide mejorar sus resultados y desarrollar todas sus potencialidades en beneficio de la economía nacional.
Petróleos Mexicanos no puede seguir siendo un organismo público cuya conducción, en los hechos, es afectada cotidianamente por dependencias que ejercen control sobre distintos ámbitos y que al final se desentienden de sus resultados globales. Este es un problema estructural bien conocido en el medio, y que frecuentemente es ilustrado por expresiones alusivas que comparten quienes han dirigido al organismo en el último cuarto de siglo y que, de una u otra forma, plantean al final de su gestión.
Sería muy largo mencionar aquí, y no es el propósito, las distintas áreas y formas en que la Secretaría de Hacienda determina la actividad petrolera y el funcionamiento de la operación industrial de Pemex, baste decir que el régimen fiscal que se impone a la extracción de hidrocarburos, la administración de los flujos presupuestales, la forma y magnitud que adquieren sus financiamientos, los precios de transferencia entre sus filiales, el diseño y magnitud de los subsidios que se dan al consumidor a través de los productos que entrega al mercado tienen como objetivo central la suficiencia y el gobierno de las finanzas públicas, y no el buen curso de la actividad petrolera.
Otro tanto ocurre con la Secretaria de la Función Pública, encargada de vigilar la mar infinita de procedimientos administrativos de Pemex, procedimientos que son detenidos a cada paso para constatar su apego a manuales y reglamentos propios del funcionamiento de cualquier dependencia gubernamental, pero que obstruyen y son inconvenientes para el funcionamiento de una actividad de naturaleza industrial.
Las razones que determinaron la ubicación institucional de un ente productivo industrial bajo el mismo marco jurídico que rige las actividades burocráticas de un gobierno seguramente son parte de la maduración del propio estado mexicano. Es decir, de las formas a través de las cuales se ha ejercido el poder estatal en nuestro país. La importancia económica del petróleo y su dominio estatal han llevado a los gobernantes en turno, más allá de su filiación ideológica, a colocar a Pemex como un instrumento del ejercicio de gobierno más que de desarrollo nacional; donde su actividad es valorada y utilizada en lo inmediato más que en sus resultados de mediano y largo plazo. Pemex sirve para pavimentar brechas, hacer escuelas en comunidades alejadas y, por supuesto, para alimentar el presupuesto federal, el de los gobiernos estatales y los municipales antes que asegurar la reposición de las reservas de hidrocarburos o la seguridad del suministro de combustibles del país. Es decir, que Pemex sirve sobretodo para la viabilidad política de quien gobierna y, por lo tanto, se le trata como una dependencia de gobierno.
Pero esta forma de conducir el aprovechamiento de la riqueza petrolera del país es terriblemente ineficiente y destructiva, hace perder oportunidades y grandes recursos para el desarrollo nacional. Desafortunadamente este tema no fue tratado por la reforma energética del 2008, y aún cuando existe un gran consenso de que Pemex y CFE deben ser operadas como empresas y no como organismos burocráticos, los candidatos envestidos ya como presidentes prefieren mantenerlas como instrumentos de su gestión política.
Es evidente que tocaría a la sociedad, y no a la clase política, proponer y lograr la transformación institucional de los principales operadores públicos de la energía en el país. En este sentido, lo deseable, hubiera sido que durante el pasado proceso electoral se hubiese propuesto y conducido a los diferentes candidatos a cruzar un acuerdo para dar una real autonomía a Pemex y a CFE. No fue así, pero dado que ninguno planteó la liquidación de estos organismos, cabría la “esperanza” de que en este interludio, antes del cambio de gobierno, se pudiera avanzar en un acuerdo de reforma como el indicado anteriormente.
Desde distintos enfoques se ha planteado la necesidad de dar autonomía a Pemex y a la CFE y habría que examinar el contenido de las distintas opciones, sin embargo una verdadera autonomía tendría que tomar en cuenta las formas que existen en la Constitución, específicamente las que se refieren al IFE (Artículo 41) y al Banco de México (Artículo 28). En el primer caso no se hace explicita la autonomía pero si designa facultades exclusivas; en cambio, para el segundo caso establece “el Estado tendrá un banco central que será autónomo en el ejercicio de sus funciones y en su administración.”
Entre otras, la reforma constitucional de 1993 buscó que el banco central quedará protegido de las tentaciones gubernamentales de forzar la emisión de dinero y actuar sobre la tasa de interés para resolver problemas económicos de coyuntura; esta reforma fue parte de una tendencia internacional, impulsada por los organismos financieros internacionales en los años noventa, a fin de lograr mayor éxito en los procesos de estabilización y control de la inflación.
Curiosamente en el caso de las empresas públicas, donde Pemex y CFE no son las únicas a nivel internacional, los manuales de contabilidad pública del FMI y de la OCDE las ubicaría fuera del ámbito gubernamental, pero en México nunca se ha tratado de brindarles una verdadera autonomía.
Por lo general, se aduce que el alto grado de dependencia de las finanzas publicas respecto de los ingresos petroleros impide la autonomía de Pemex, cuando en realidad la autonomía favorecería una mayor seguridad en la aportación de ingresos petroleros, en la medida en que se pudiera garantizar niveles suficientes de reservas y producción.
Se requiere avanzar hacia una autonomía constitucional de Pemex y CFE que las transformara realmente en empresas públicas, que identificara con precisión el mandato que debería guiar su operación, al margen de acciones de coyuntura y para evaluarlas en función de sus resultados; que tuvieran plena libertad para decidir su estructura corporativa, la formulación de sus proyectos de inversión dentro de los principios que establece la propia Constitución y en los recursos territoriales que se les asignara; así como los objetivos de la planeación estratégica nacional de mediano y largo plazo, que ellas mismas participarían a diseñar.
En fin, se trata de una ilusión compartida con muchas otras personas de que, algún día, se acabe la irracionalidad en la conducción de la política de energía en el país.
Articulo publicado en la revista Energía a Debate No 51 (julio – agosto), el 2 de julio del 2012.