Por: Rolando Cordera Campos
Sin terminar, el debate ha rendido sus frutos y permite adelantar conclusiones: lo que el país necesita es asegurar su abasto petrolero para ampliar la plataforma energética; profundizar esta plataforma para acercarse a un cambio de fondo en su balance en favor de fuentes alternas de energía; contar con una eficaz industria energética y una industria petrolera cada vez más integrada, para no importar tantos derivados y petroquímicos que se pueden producir domésticamente; dejar de depender tanto del crudo para los gastos generales del Estado, corrientes y de inversión. En fin, contar para su desenvolvimiento con un Estado moderno, capaz de convencer a la sociedad de que contribuir a los gastos generales es condición primaria de ciudadanía y convivencia, y no imposición y marrullería.
Para diseñar y concretar objetivos como los anteriores no es necesario modificar la Constitución, ni “abrir” subrepticiamente la explotación del petróleo al capital privado, mucho menos para actividades tradicionales como la refinación o el transporte, donde la tecnología es convencional y Pemex, tal y como nos lo han dejado lustros de rentismo y abuso gubernamentales, puede hacerlo sin problemas. Lo que es claro ya, a la vez, es que nada de lo dicho tiene viabilidad si el Estado mantiene su petroadicción y los partidos y buena parte de la sociedad, y ahora los gobernadores, no sólo condescienden con el vicio sino lo fomentan.
Es decir, lo que está sobre la mesa, y debería estar ante los ojos de todos, no es la privatización de la explotación petrolera sino una reforma fiscal que sostenga un gasto público creciente. Sólo así podrá darse una expansión tranquila y consistente de una industria energética nacional todavía en estado larvario que, sin embargo, es vital para cruzar las tormentas de medio siglo, cuando se haga evidente la escasez absoluta del crudo y el cambio climático nos pase sin concesiones ni treguas sus facturas.
Lo que el debate ha hecho transparente es el analfabetismo constitucional que rodea la política democrática. Y junto con este analfabetismo, la ignorancia supina que subyace al discurso fiscal de algunos políticos y funcionarios que buscan asustar con el tapete del muerto de la falta de recursos en vez de hacerse cargo de sus tareas elementales, que tienen que ver con el financiamiento de su encargo. Lo que a su vez implica dignificar su ejercicio.
Lo grave de esto es que el terrorismo fiscal a que da lugar dicha ignorancia empezó a usarse en la propia Secretaría de Hacienda, cuyo jefe hizo circular la especie de que o se hacía la supuesta reforma energética propuesta en las iniciativas de Calderón, o dejarían de hacerse gastos en educación, salud o infraestructura. A este mal dicho se hizo eco el jefe del PAN, quien “prefirió” la audiencia radiofónica de Joaquín López Dóriga a la de los senadores, para decir la misma tontería: o reforma o cuello, insistió Germán Martínez, en triste homenaje al chino de la fábula.
Es claro que destinar más recursos a la exploración y la explotación de petróleo, hasta empezar a recuperar el ritmo nacional de refinación, implica modificar el balance fiscal que conocemos. Pero el presupuesto y su financiamiento nunca han sido un juego de suma cero: los gastos deben respaldarse con impuestos y con deuda, y su combinación es siempre un resultado contingente que no puede, no debe, ser sometido a camisas de fuerza doctrinarias o chapuceras, como ha ocurrido con la tristemente célebre Ley de Responsabilidad Hacendaria, al parecer hecha ante la eventualidad de que llegara al gobierno el populismo de todos tan temido.
El país y su economía pueden soportar gastos públicos superiores a 20 por ciento del PIB financiados con impuestos y con deuda pública. Lo que importa es la calidad de dicho gasto y sus ramificaciones hacia el resto de la economía, porque es de esa manera cómo se logran finanzas públicas autosustentables. El presupuesto debe diseñarse de manera tal que sea transparente lo que debe financiarse con impuestos generales, de preferencia provenientes de los ingresos altos y las ganancias no invertidas, para dejar la inversión pública libre de trabas dogmáticas como las que impiden contraer deuda barata y accesible para financiar gastos de capital que son indispensables para ampliar las condiciones generales de producción de la economía en su conjunto.
No se requiere un diploma de Yale o Chicago para saber que en la medida en que esto ocurra se generan ingresos públicos suficientes para pagar la deuda contraída. De lo que se ha tratado más bien es de impedir que el Estado crezca, so pretexto de que el sector empresarial puede hacerlo todo mejor. En el neoliberalismo totonaca de fin de siglo se abrazaron la estadofobia con la estadofagia, y así quedamos.
El desenlace de esta enorme confusión, hija de la orfandad ideológica en que cayó el propio Estado en el último cuarto del siglo pasado, es la reducción de la potencialidad económica nacional, el retraimiento de la planta empresarial mexicana y la jibarización del sector público. Su contraparte: más pobreza, más inseguridad y más rentismo. Congelamiento de la investigación y proliferación de la salud y la educación patito, vergonzosos placebos para un desarrollo que de esquivo pasó a extraviado. La changarrización del país que Fox propuso como proyecto aldeano, y que ahora quiere extenderse a la industria del petróleo.
Una de las conclusiones del debate está ante nosotros y nos la legó Juan Gabriel con antelación: pero qué necesidad… para qué tanto problema.