Los Grandes Debates Nacionales
Víctor Orozco
A propósito de la actual polémica sobre el petróleo y la energía eléctrica, vale ubicarla en el contexto de los debates históricos desplegados en el país sobre temas que marcaron una bifurcación de caminos. El primero quizá, se refirió al carácter del régimen político, puesto en el tapete desde la guerra de independencia y durante la primera mitad del siglo XIX. Las opiniones y fuerzas sociales se dividieron en torno a las opciones de república o monarquía. Durante las décadas iniciales, parecía que el proyecto monárquico se había sepultado para siempre con la caída de Agustín de Iturbide y su fusilamiento unos años después. La realidad es que nunca dejó de acariciarse por los antiguos grupos y cuerpos dominantes, (ejército, clero, grandes propietarios) ni por los gobiernos europeos. La pugna se desplegaba sobre la manera de organizar el estado, si en torno a los nuevos principios que hacían descansar los títulos de la autoridad en el pueblo o en el viejo postulado del origen divino. Sin embargo, el fondo era todavía de mayor relevancia: se trataba del futuro que tendría el naciente país: o la independencia o la subordinación, o colonia o nación. El segundo momento de este enfrentamiento, comenzó con la invasión norteamericana. El colapso militar, el desprestigio de las instituciones, la decepción moral, proporcionaron los argumentos para el renacimiento de los afanes de quienes aspiraban a la restauración colonial, bajo el reinado de algún príncipe de las casas reales del viejo continente. Derrotados los conservadores en 1860 por los constitucionalistas liberales, la idea del monarca extranjero retornó con mayor vigor al amparo del ejército francés. Se instaló así un segundo monarca en la persona de Maximiliano de Habsburgo, quien acabó enjuiciado y ejecutado por un pelotón de soldados republicanos en 1867. Casi medio siglo después del primer imperio, la derrota monárquica fue, ahora sí, definitiva.
Otro gran debate se produjo sobre la libertad de conciencia. Los primeros barruntos de la gran batalla ideológica que desvelaría a las mentes más audaces y también a las que hacían gala de tradicionalismo y respeto por los dogmas los debemos a Joaquín Fernández de Lizardi, (El Pensador Mexicano) y a Vicente Rocafuerte, (ecuatoriano, primer embajador de México en Inglaterra y después presidente de su país) quienes pusieron el cascabel al gato y hablaron, primeros, de establecer la libertad de cultos. La disyuntiva era: religión única y estado confesional o libertad religiosa y estado laico. La constitución federal de 1824 estableció a la religión católica como la oficial y única permitida en el país. Así se mantuvieron los textos constitucionales que le siguieron. En la década de 1840, nuevas voces se alzaron para exponer que era contradictorio reconocer la libertad de expresión y negar la de conciencia. Fueron casi arropadas por folletos, artículos en la prensa, fulminantes amenazas de excomunión, declaraciones de altos funcionarios que postulaban el dogma intocable de la religión única en México. En ese tiempo, comenzó a formarse la segunda generación de liberales, bajo el mote de los “puros”, quienes al principio con timidez, acabaron por sostener con firmeza la libertad religiosa. Durante el congreso constituyente de 1856-57, se produjo la gran batalla ideológica terminada con una especie de empate, pues el texto constitucional expedido el 5 de febrero del segundo año fue mudo: ni estableció la libertad de cultos, ni reconoció al católico como exclusivo de los mexicanos. El asunto se dirimió en el ámbito de las armas. Abatida la que se consideró por el Vaticano como una gran cruzada contra los enemigos de la religión, el 4 de diciembre de 1860, el gobierno liberal instalado en Veracruz decretó por fin la libertad de cultos en México. Después de ello, no hubo ningún proyecto viable que pretendiera restaurar la exclusión religiosa. La polémica había concluido.
El tercer gran debate tuvo como centro a la propiedad de la tierra. México heredó de la Nueva España el latifundio, trasladado a estas tierras desde la medieval península ibérica, bajo distintos nombres y estatutos jurídicos como encomiendas, mercedes reales, mayorazgos y finalmente haciendas. Hubieron el latifundio eclesiástico y el civil. Ambos conspiraron a favor de varios efectos perniciosos: profundizaron la desigualdad social, afianzaron las relaciones serviles e impidieron el crecimiento de la población. Ya desde la época colonial se tuvo conciencia de estos hechos pero nada se podía hacer contra una institución estructural del viejo sistema. A mediados del siglo XIX, la revolución liberal liquidó el latifundio eclesiástico después de uno de los debates más enconados de que se tiene memoria. Fueron de nuevo en el terreno de las armas donde se dirimió al final la lucha entre quienes buscaban mantener a toda costa la gran propiedad del clero y quienes aspiraban a usarla para formar una numerosa clase de rancheros propietarios. La otra rama del latifundio, el civil, quedó viva y aún se fortaleció. Las reformas no la alcanzaron por que no había fuerza para tanto y porque los grandes propietarios pronto se convirtieron también en industriales, comerciantes y banqueros. Quedó pendiente así la solución de la pugna. La revolución de 1910 vino a resolverla, restituyendo ejidos a los pueblos y efectuando el reparto agrario. En otro plano y con nuevos actores, la querella se replantea en nuestros días.
Otra de las grandes cuestiones que la revolución puso en acto fue ¿Qué hacer con los recursos naturales, especialmente con los petrolíferos y los mineros?. Ambos habían estado en manos de compañías extranjeras que los explotaban con escaso control o sin ninguno por el estado. El texto político de 1917 los declaró propiedad originaria de la nación y en 1938 se expropió el petróleo que andando el tiempo se transformó en la columna vertebral del aparato productivo nacional, por su enorme peso específico en la finanzas públicas y por ser componente, como generador de energía, en todas las ramas industriales. A finales del siglo XX, se produjo una gran ofensiva del gran capital internacional en diversos ámbitos: militar, político, ideológico, cultural, educativo, que se dio en llamar neoliberalismo, por cuanto se puso el acento en una de las divisas del liberalismo decimonónico, la del libre mercado. Casi todos los estados recularon en sus políticas regulatorias y en su intervención general en los procesos económicos para apoyar políticas de prestaciones sociales. El mexicano, como el argentino entre muchos otros, puso en venta las empresas que controlaba y con ellas, grandes porciones del patrimonio público, tangible como los yacimientos carboníferos o intangible como el espacio radioeléctrico. El petróleo por lo pronto quedó al margen en esta venta de garaje. Pero, se exprimió al máximo, hasta el límite de sus capacidades a PEMEX, la empresa pública encargada de su explotación. El 60% de sus ingresos se destinaron al pago de impuestos, a su vez aplicados para financiar gasto corriente del gobierno. Se le sumaron el despilfarro y la corrupción. Todos estos factores descapitalizaron la entidad. Quienes arguyen la necesidad de llamar en auxilio al capital privado, principalmente de las empresas trasnacionales, señalan que sólo así se detendrá la caída de la producción, se modernizará la empresa y se crearán nuevos empleos. La contraparte, defensora de esta industria como motor de la economía nacional, asume que compartir la cuantiosa renta petrolera convirtiéndola en ganancias privadas, despoja al Estado mexicano de su principal instrumento para impulsar el desarrollo del país. Comparado con el monto de los ingresos de Pemex, las ofertas de inversión son mínimas y las utilidades a la larga colosales. ¿Tiene algún sentido traer de nuevo a las trasnacionales, casi por un plato de lentejas?. Suenan falaces y demagógicas las ofertas de crear cientos de miles de empleos. ¿No se encuentra la solución en el arreglo interno de las finanzas del gobierno, en invertir los ingresos de Pemex en proyectos productivos, en educación y en salud?. De esta gran disputa penden rumbos de la historia, como aconteció con las pasadas.